Cuando recuerdo mi infancia siempre encuentro motivos para alegrarme, sonreír y reír a carcajadas de las cosas que, siendo niños, uno ha hecho y que ahora parece hasta un poco tonto, pero no son tonterías, son cosas de niños; bien puede valer como ejemplo lo que hice junto a mi hermana y unos amigos: más o menos cuando tenía doce años decidí que mi perro tenía que ser cristiano, así que reuní a todos mis amigos y lo bautizamos.
Al mismo tiempo también recuerdo que cuando fuimos a la escuela (y en casa también) siempre nos enseñaron muchas cosas: no hay que robar, no hay que copiar, no hay que pelearse con los compañeritos, hay que querer mucho a mamá y a papá, hay que ayudar a un ciego a cruzar la calle, hay que ayudarle a la vecina con las bolsas de la compra, siempre pedir permiso, ser respetuosos, los chicos siempre deben callarse, no hay que gritar mucho, hay que hacer los mandados sin protestar, hay que compartir los juguetes, no hay que mentir, hay que irse a dormir temprano, hay que hacer la tarea, hay que cuidar a las mascotas, hay que limpiar la habitación, no se puede escuchar música con el volumen muy alto, no se puede faltar a la escuela, hay que ir a la catequesis, hay que confesarse porque has faltado a misa (tal vez debería decir porque no me ha llevado mamá ni papá), no se puede fumar, al cine sólo se puede ir si la película es adecuada, hay que comer en una mesa aparte –la mesa de los chicos- porque los grandes tienen mesa exclusiva, hay que aguantarse los besos de todas las tías y tíos, no se pueden hacer borrones cuando se hace la tarea (¿eso quería decir que no me podía equivocar?), puedes jugar al fútbol sin ensuciarte mucho la ropa, no se puede salir a la calle cuando llueve, hay que respetar las normas del ciudadano, hay que querer mucho a la patria, hay que saberse y respetar la Constitución, hay que creer y respetar mucho a los gobernantes, porque son gente muy importante y están trabajando para hacer más grande la nación. Y así podríamos seguir con una lista interminable de cosas que un niño tiene que hacer o no hacer. Ser niño no es una empresa fácil. ¿Quién dijo que sólo se juega cuando se es niño?
Es así que todo esto, parece, se acaba cuando llegas al status de mayor de edad, entonces te viene la amnesia y se te olvidan muchas cosas que antes eran casi sagradas.
Cuando eres mayor, parece que mentir no es tan malo, ir al cine a ver cualquier cosa tampoco está mal, no compartir tus cosas (los juguetes de antes) está bien porque la gente no las cuida como tú, faltar al trabajo no es cosa para preocuparse, faltar al senado, o al congreso (no dar quórum le llaman) tampoco está mal porque cuando se es político esas cosas se deben hacer (¿el sueldo? Ah, te lo pagan lo mismo, así que no hay de qué preocuparse), respetar las normas de tránsito es para los extranjeros y no para el vivo conductor argentino que pasa antes que el peatón, hacer bien tu trabajo (sin borrones) parece que no importa tanto y menos aún si trabajas en una función pública, cuidar el medio ambiente es algo que queda para los ecologistas que no tienen otra cosa que hacer, faltar a misa no está tan mal y menos aún si tienes hijos porque ellos luego se irán a confesar por ti, el respeto a los grandes es para los chicos y el respeto a los hermanos y amiguitos no importa mucho, porque cuando se es grande tienes que hacer respetar tus derechos, y si te exigen algo a lo cual adecuarte la respuesta es fácil: me están discriminando (aunque la pretendida conducta del supuesto discriminado sea la incorrecta en determinados foros), y en cuanto a la Constitución, si no me viene bien, siempre se puede reformar (este privilegio lo tienen sólo algunos). Y así podríamos seguir hablando de la amnesia adulta.
Me pregunto: ¿Para qué enseñamos a los niños todo lo que dijimos al principio? Los niños nos podrían llamar hipócritas, y tendríamos que callar, porque con este panorama caemos en un lugar común: haz lo que yo digo y no lo que yo hago. ¡Que los grandes vuelvan a la escuela!